viernes, octubre 14, 2005

Sardinas a babor

Esta tarde ha sido de recogimiento. Leer nada, divagar por momentos y priorizar estados mentales nulos. Una perfecta velada para economizar actitudes y vertebrar un atisbo de preocupante palidez mental. Y me he asomado al patio. Esos metros cuadrados que se extienden en lontananza recortados por cuerdas de tender y vuelos decrépitos de palomas enfermas. En una atisbo de supina curiosidad he examinado los ventanales provistos de luz en busca de una silueta que alimentara sueños o quizás expresiones esquivas de razón. Pero nada extraordinario ha ocurrido y en unos segundos me he retractado y he decido seguir leyendo la página 4 de mi libro.

En esto, cuando saboreaba una cerveza de lata de importación, un ente nebuloso ha invadido el sector oeste y me ha hecho reaccionar ávidamente dando un respingo sobre mi sillón de lectura preferido. Aunque de hecho es el único que tengo. Y bien orgulloso que estoy de tener un artilugio multi propósito o como quiera que le llamen ahora. Volvamos a la nebulosa no exenta de ruido y mucho menos de hedor. Porque esa es la palabra, por muy hortera que quiera parecer ser. Miro mi reloj y denoto que la hora de la cena se encamina bien encarrilada en su torpe devaneo hacía la noche. La nebulosa comienza a extender su manto provisto de moléculas de aceite vegetal y fragmentos de proteína en millones de proporciones. Envuelve ropajes, mamposterías, cables y obras vista. El olor se reproduce en espasmos en el lugar preciso que la evolución dictó que fuera. Tras unos reajustes en el sistema mi cerebro procesa la información y me hace denotar en la garganta que se trata de una sardinada de record.

Me imagino las decenas de almas de sardinas escupidas por el aura del patio. Jugando y retorciéndose entre las parábolicas y tejiendo una venganza en forma de tufo en la cuidada y recien tendida ropa del patio. Ese tanga que pende tan minuciosamente en el tendedero de enfrente, dudo mucho que esta noche ocupe su lugar y mucho menos ejerza su misión. Esa camisa de dudoso diseño jamás podrá ser prenda de seducción en una noche de miradas caídas y silencios recortados por los bafles de un local de moda. Entonces es cuando reconozco que es una buena forma de putear a la gente de una manera barroca y soez. Me apiado de las sardinas que dias o semanas atrás iban tan ricamente por su banco o caladero, recordando cada segundo por donde se iba, pues bien es conocida la éterea memoria sardinil.

Sonrío y apuro la lata celebrando no haber tendido la ropa en el patio. Y mi duda se transporta a la necesidad de saber si el jurel tambien existe o el boquerón obtiene semejantes resultados. Es un tema que en breve abordaré, justo cuando obtenga las ordenes precisas procedentes de mi hipotálamo. Un brindis por esas almas en forma de sardinas que siguen pululando por los aledaños de mi patio. Creo que una se ha enganchado en la antena. Mejor, no iba a ver la TV y ahora menos, no sea que mi sardina se electrocute entre ramilletes de ondas hertzianas.

miércoles, octubre 12, 2005

Encuentros en la tercera base

Hay días en que uno usurpa la presunta felicidad de una protagonista de anuncio de compresas. Las nubes me huelen, pero a fosfatos y nitratos en diferentes proporciones. Sobrevuela sobre mi aura un ave, pero no se trata de un poderoso halcón ni un majestuoso alcotán. Más bien una paloma raquítica que desprende a cada aleteo vida y salud que se le desparrama a doquier.

Y como ayer fui bueno y me fui a dormir a horas estándares al uso y sin carga etílica destacable, me he levantado ciertamente aturdido y mareado. Cosa que no pueda remediar otro buen café negro muy cargado, y porque no, el primer innecesario cigarrillo. La cafeína y la nicotina se sintetizan a doquier y me otorgan el primer estatus de confianza en lo que va de día. Y como no. Me preparo subestimado a mi comienzo de singladura en esta jornada festiva. Y oteo el patio desde mi ventana, igual que como si me hallara en el puente de mando de un imaginario bergantín que corta el mar y si vuela. Y el patio dormita. Y no es necesariamente pronto. Pero es festivo y la gente estira sus horas de sueño o simplemente de vagueo informal. No hace un día nada feo y para nada bonito. Es de aquellos días de zozobra que permite a uno hendirse en el sofá sin ningún tipo de carga o peso de conciencia.

En primera instancia los olores son sumamente diferentes. Hoy es festivo y la gente cambia sus vegetales anodinos por manjares más delicados o al menos elaborados. A esta hora distingo perfectamente tres tipos diferentes de aromas, que aún sin juntarse, forma un pliego etéreo interesante. Del lado norte me viene un olorcete a sofrito de paella. Ese manjar socorrido y auxiliar que saca a las abuelas o a las madres que están a punto de serlas. Del litoral me llega algo así como un conglomerado de chilindrón que presumiblemente bañará un pollo o ave, que más bien será de criadero que de corral. Bien, bien. Llevamos dos de dos en olores. Todos conocidos, afables e inefables. En ese orden. Pero, pero. Tenemos algo que llega desde el sector oriental. Es fuerte, con personalidad y solidez de columna corintia. Es especie, pero desconocida y no interactúa con sintonía con mi registro de olores conocidos o conocibles. Está bien esa amalgama. Creo que me debo una cerveza por mi recóndito subidón de información.

¿De lata o de botellín? Creo que el cristal se atempera mejor por la mañana. Las latas son más propicias para veladas vespertinas en que el nutrido grupo de amigos gorrones se atrincheran en tu casa. La cerveza se desplaza gravitatoria mente a través de mi esófago y recala mansamente en la primera porción estomacal. Ese mini subidón principal. Se achispan los sentidos y la retina se expande y contrae como por arte de magia. Creo que ha sido una buena elección y por ello me dedico otro innecesario cigarro. Este pensamiento inédito me recuerda un paisano con el que comparto espacio y palabrería en el estanco del barrio. Tiene noventa y muchos años y sigue fumando y no como un carretero (tengo que dedicar un día a investigar el porque los carreteros tienen esa fama como fumadores) Coincido a veces con el en un bareto donde se toma sus claretes y divaga e intenta pellizcar mentalmente a la cocinera. Es un gran tipo y sus clases de historia costumbrista me halagan y me enriquecen a espasmos rítmicos como los del gran ventilador del techo. Me dice que algún día quiere dejar de fumar, pero claro le surge la duda de que a esa edad, no sabe cuanta cuerda le puede quedar y entonces es tontería dejar algo que le gusta por intentar arañar segundos a un reloj que funciona. Aunque sabe que cierto día se parará. Espero que cándidamente mientras sueñe con su Sofía Loren.

Y es en esta tercera base donde mis operaciones, pensamiento y flujos mentales se despiertan y reavivan como brasa acariciadas por el Cierzo. Es un bar de planta cuadrada y clásica, situado en una esquina y lo suficientemente acristalado como para tener una visión panorámica correcta y al mismo tiempo el anonimato que los tajarines de diario necesitan. Y lo mejor, la barra, situada dentro del perímetro del bar, perfectamente alineada con la línea interior de acción de los camareros. Puedes hablar con el compañero de al lado y con el de enfrente sin tener luego traumas cervicales que lamentar. En este santo espacio agoto momentos y reactivo viejas pasiones que se renuevan con ánimo adolescente. Me gusta este sitio y lo enclavo, en el plano que tengo en mi cuarto de operaciones, con una chincheta roja muy grande. Es un riesgo, si un día por lo que fuera me convirtiera en disidente o en poder peligroso, sería rápidamente localizable. Pero ataño el riesgo y pido otra caña. Aunque eso no es posible por ahora ni ahora. Me he dejado llevar por efluvios mentales y sigo contemplando los olores y visionando el lento tejer de la jornada en el patio. Supongo que una vida ajena a las ausencias es torpe y voluble. Una conexión a masa es relativamente reparadora siempre que no se esté manejando maquinaria pesada. Me gusta retraerme en rincones cercanos y muy lejanos al mismo tiempo. Creo que mi tiempo de patio ya está hoy consumido y no porque lo diga el reloj. Simplemente el dictado de mi ego lo manda y punto. Creo que me afeitaré. Hay una chica que dice que estoy mejor con barba. Pero otra dice que no. ¿A cual hago caso? Finalmente haré caso al espejo que con un guiño mediático me dirá lo que tengo que hacer. Lo mejor de afeitarse es luego cuando te pones la loción. Pero también me la podría poner sin tener que haberme afeitado, pero no es lo mismo porque no escuece. Hay algo de masoquismo en este acto, no lo dudo. O quizás sea el olor a ginebra barata y adulterada lo que hace que uno quiera embadurnarse de la loción. ¿Habrá una conexión entre el afeitado y el alcoholismo inofensivo? Tengo que estudiarlo también. Con tanta divagación casual y dudas propias de Spiderman, creo que lo decidiré en otro momento de mejor cauce mental. Si, lo haré mientras me dirijo a mi tercera base. ¿Lata o botellín?

Churrerías, coliflores y otras conspiraciones

Los olores, al igual que las canciones se pueden convertir en cronistas exactos de un lugar o de una coalición. Me he despertado hace poco y no excesivamente resacoso. La noche fue corta, pero intensa y en mi honor cabe restañar una retirada a tiempo. Justo cuando la noche muta de interesante a peligrosa y cuando las razas y hordas nocturnas atrincheran al paisanaje normal. Justo en el preciso instante en que nuestra percepción de ajustarse a designios morales o dinerarios permuta a una evasión fiscal en toda regla, en forma de consumiciones a precios abusivos o la ingesta de copas innecesarias.

Y por una vez fui normal y me retiré hacia el norte de mi ciudad. Esquivaba coches y charcos al tiempo que encendía otro innecesario cigarrillo. El humo me persigue durante décimas de segundo y se evade cuando da por bueno el umbral de mi seguridad. Camino lento al acecho de enemigos imaginarios o de situaciones dantescas a las que no fui invitado. Cuando llevo 20 minutos de estéril caminata y cuando la ciudad parece haber crecido es cuando me arrepiento de haber dejado la esquina del local donde seguro que ahora pondrían mi canción y la chica de mis sueños proyectaría su vista hacia mi ubicación. Me detengo con sonora brusquedad y el arrepentimiento de mi huida me corroe y me llena la sesera de balbuceos y luchas internas. Permanezco inerte. Tan solo parece tener vida la punta incandescente de otro innecesario cigarrillo recién encendido. Y un olor repentino traspasa mis fosas nasales hiriendo mi pituitaria y reactivando mi sistema psicomotriz. Un olor tremendamente asqueroso pero zalamero a la vez. Ese olor que se puede coger y te advierte y te marca una senda hacía una destartalada caseta de color rojo. De su chimenea ilegal mana un humo blanco y denso. Propio de la mejor y más grande central térmica que se haya construido nunca.

Y como soy más curioso que sensato encamino mi trémulo cuerpo hacia la caseta y abordo su perímetro y descubro a individuos variopintos que más que tertuliar discuten mientras apuran la bravida lata de cerveza. El tipo de la caseta me mira e ignora a la vez. Dudo en si hablar o balbucear, porque seguramente que hago lo último. Y le pido una bolsa de patatas. Seguramente me sirve las mas grasientas e infames del mundo que devoro en actitud cromañona mientras enfilo mis pasos hacía mi destino. Otro cigarro que enciendo con mis manos pringosas y sospechosamente brillantes. Ese olor, el de la churrería se incrusta en el cuaderno de ruta como excalibur en la roca. Es la primera señal.

Y ahora que es de día y comienzo a recordar el olor aceite requemado es cuando me viene la imagen de la patética ingesta a horas intempestivas. Pero no es ese olor que me impugna y me marea el que siento al asomar mi tez pálida a la intemperie. Es la coliflor. Seguramente el olor marca de la casa de patios interiores: “9 de cada 10 patios confiesan haber tenido ese olor como olor franquicia”. ¿Pero como puede ser? ¿Cómo puede oler a todas horas? Por la mañana, por la tarde, por la noche. Quizás sea un método de las agencias de inteligencia y control para atenuar al paisanaje. Dudo que sea simplemente el hedor que mana un sospechoso vegetal de color blanco y forma parecida al cerebro humano. Y comienzo a investigar. En mi buscador preferido pongo las palabras clave y el carrusel de datos me empieza a absorber. Necesito un café muy negro, aspirina y otro innecesario cigarro. Tomo notas, cotejo datos y creo organigramas y diagramas de flujo. Preveo una conspiración en toda regla. Todos temen al NAPALM, al ébola y los agentes químicos guardados en contenedores en algún depósito secreto en un desierto secreto de un país totalmente secreto. Por el skype me pongo en contacto con mi colega Mike de Colorado Spring. Y le cuento. Y el asiente y un esbozo de terror se le filtra en su voz. Y me muestra el resultado de sus investigaciones. Estamos en franca sintonía. Nuestros baudios, bits de control y paridad están totalmente sincronizados. Pero no es motivo de alarma. A otros por menos, los han tachado de esquizofrénicos y han sido entachonados de química tranquilizante. Sincronizamos nuestros relojes y decidimos a partir de ese momento, transcribir y transmitir nuestros mensajes en clave.

Desde ese momento los olores son detonantes temáticos para control de plagas humanas. Tanto físicas como mentales. Quizás el tipo de la churrería era un agente secreto de una más secreta organización. Ahora entiendo y comprendo el porque de esos pasos invisibles que tamizaban los míos cuando caminaba con destino a mi hogar. Y ese coche, que me vigilaba y me seguía con los faros apagados. Y el tipo del quiosco que hizo un extraño ademán cuando le compré el Marca. Hasta el olor a papel es soez e indiscutiblemente portador de información que atenúa sentidos y valores.

Mi patio rezuma a olores. Siembro de albahaca los dinteles y alfeizares de mi casa. Son un poderoso aislante de olores invasivos y conspiradores que harán de mi centro de investigación un lugar presumiblemente seguro. Ahora me siento realmente seguro. Enciendo otro cigarro innecesario y me sorprende su aroma y olor. No tiene. Finalmente he conseguido evadir los primeros envites contra mi persona. Pero los helicópteros siguen zumbando volando en círculos sobre mi perímetro. No lo duden, discrepen de olores de coliflor y de aceite de casetas rojas. Estarán a salvo. Yo de momento lo estoy porque sigo sin oler el humo de mi otro innecesario cigarrillo.

martes, octubre 11, 2005

Soñar en 16 colores

Lo más bonito en esta vida es poder soñar. Y si es despierto, mucho mejor. Y si los sueños se confunden con la realidad, sin que eso deba suponer una visita a un loquero o ingesta de pastillitas azules, la cosa obtiene una dimensión utópica. Con los años la gente cambia los sueños por facturas y preocupaciones. Cambia un repentino subidón de imaginación por unas arrugas causadas por noches estériles frente a un libro de facturas y un flexo de 60w. Cambia el poder imaginarse llevando la manija del mundo por una ordinariez puramente real. Y yo a veces sueño y me permuto en el espacio y el tiempo. Y alguna vez los sueños se han trenzado con la realidad. Ese dicho de la 'realidad supera la ficción'. Las autopistas neuronales se conjugan en espasmos de realidad casual en la espumadera de los despropósitos. Pero prefiero soñar que fue verdad. ¿O fue verdad que fue un sueño? Cierto día de mayo conducía mi viejo Opel por carreteras esteparias. En el ambiente, los Pearl Jam y el rumor perezoso del motor, se yuxtaponían con el humo del cigarro denso e innecesario. Mi destino era Bilbao y allí, con gente conocida y por conocer, debería unirme en un encuentro de estos en que miles de personas conviven en unos metros cuadrados sin hablarse, pero compartiendo bits a diestro y siniestro. De pequeño quise ser informático y cuando no lo consigue quise ser pequeño para volver intentar a ser informático. Ese bucle sin fin. Esas vueltas interminables en una glorieta sin señalizar. Y allí estaba yo. Quedé con un colega de Cáceres y estuvimos por el Botxo tomando botellines de Keler y pintxos. Hablamos de todo y de nada. Reímos e hicimos reír a una camarera simpática que nos invitó a la última ronda. Poco estuvimos en el evento. Apenas conectar nuestras máquinas a la red, retamos a una pareja de Auckland a unos envites al Diablo II (y perdimos). Dimos por buena la afrenta y nos recogimos en la noche del casco viejo donde revisitamos lugares y redescubrimos a compañeros de bytes embutidos en el disfraz de la noche. Y allí estaba ella. Alta, no demasiado fea ni extremadamente guapa. El ser capaz de instalar un Linux en un miniMac no hizo más que constatar que pudiese ser la chica de mi vida y yo quizás el chico de su noche. No me importó. Mi colega de Cáceres pululaba a mi siniestra con una compañera de Deusto y supimos telepáticamente que era la hora de nuestra temporal separación.

Y ella me tomó en sus redes invisibles y me permutó por sitios y lugares nunca conocidos. Compartimos ‘macetas’, tabaco y risas singulares. Me llevó en volandas y nada más que podía bambolearme en pasos simulados a través de los carriles humanos. El laberinto del casco viejo se me hizo cuesta abajo en espasmos inauditos. Navegaba sin cartas de navegación ni cuadrantes ni siquiera disponía de mi imaginario sextante. Tampoco hubiese sido capaz de ubicarme pues las estrellas se difuminaban entre el grisáceo cielo de mayo. Los sueños ya comenzaban a sentirse reales o quizás la realidad empezaba a vestirse de sueño. De repente un cortocircuito temático hizo que los condensadores elípticos de mis neuronas rezumaran de contexto. Las resistencias se colapsaron y en pleno subidón de datos inconexos me sumí en el caos hertziano. Sufrí el atasco. Un pantallaza azul en toda regla imposible de recuperar con la última configuración buena porque a no recordaba donde apuntaba el puntero que separaba lo real de lo imaginario…

Un sonido a aire salado me despertó en unas brumas desconocidas. Era de día. Lo sería porque mis biorritmos apuntaban a ello aunque la oscuridad era palpable. No reconocí a simple vista ni tacto el lugar donde moraba mi cuerpo. Mi cabeza estallaba percusionada por los simétricos latidos de mi corazón inexorable. Musitaba entre recuerdos certeros y cercanos aunque mis reflexiones divagantes chocaban contra la pantalla de la ingenuidad. No puede ser. Ella duerme a mi lado. Quizás mi otro lado compusiese en 16 colores la estancia, los olores y la silueta atemperada de mi compañera de alcoba. Me incorporé y suspiré rítmicamente. Con el mismo ritmo que sus pechos danzaban y se desenvolvían henchidos por su respiración corta y potente. Ahora todo lo interpretaba en colores básicos. Las siluetas se pixelaban abruptas y la belleza lineal de las cosas se rompía en cuadritos perfectamente alineados. Estaba funcionando con los requisitos mínimos del sistema y necesitaba una recuperación o un arranque a prueba de fallos. Palpé la ropa y no recordé una textura familiar. Con esmero visigodo olisqueé y no descubrí un olor que se ciñera a mi obtusa escala de valores. Definitivamente me había evadido en toda regla por el par de cobre de mi instalación. Supuestamente me hallaría dormitando en mi silla de trabajo apoyado sobre el teclado. Me juego unos créditos a que en la pantalla se muestra algo así como “goiygioiohsgigaoiioutetrksdjkejrrw9r0wre9ew0r9ew”. El zumbador de mi Athlon ya no suena, resquebraja un ‘beep’ eterno y soez.

Quizás sea al revés. Puede que comparta espacio, tiempo y hechuras con una extraña y fascinante mujer del norte que me hizo compilar sensaciones encontradas y fascinantes. Y quizás el sueño de realidad sería dormitar sobre el teclado en el pabellón junto a miles de personas que apenas se hablan y comparten bytes. No sé con cual quedarme. Pero lo idea de poder intercambiarme de esfera con una ALT+TAB me llena de satisfacción recíproca con mi estado de levitación vectorial. Sueño o realidad que más da. Me gusta visionar en 16 colores. ¿Alguien lo duda?

sábado, octubre 08, 2005

Escribir por escribir de nuevo

Hay gente que vive para escribir y otros escriben para vivir. Unos pocos lo hacen para entretenerse y unos muchos lo hacen como trituradora mental para purgar la presión de un día o una vida quizás, mala y anodina.

Yo lo hago para entretenerme y cuando me canso de jugar al GT4 abordo desde mi perspectiva limitada y soez temas tan insignificantes que a veces se me olvidan justo antes de abordar el teclado. Tienes una buena idea, pero en lontananza del patio se ilumina una ventana y adivinas ua forma de mujer que desfila por su espacio y declinas el tecleo por una reflexión atemporal. ¿Tiene uno derecho a juzgarse como un vil pirata de espacios perdidos? No lo creo. Tan solo es un punto de inflexión momentos antes de que la hemorragia de ideas palpiten inexorables por la red. Entonces enciendes un cigarrillo y el humo crea imagenes caprichosas y se filtra juguetón por los resquicios de la persiana. Tiene vida el humo. Y entonces quizá esa mujer que explora el universo del patio intuye una humareda de tabaco rubio que huye para fundirse con los cumulonimbos en otra latitud y longitud distraída. Y si le hace pensar en eso, bien vale la pena fumar ese cigarrillo, por mal que le haga a mi organismo.

Pasan unas horas y en un bar del barrio creas un encuentro con un viejo camarada de barrio. Siempre bebe cerveza. Siempre en el mismo vaso. Siempre fuma. De hecho, el pitillo de punta incandescente forma parte de su morfología. Y tose. Tos seca e histórica per jamás escupe. Se adivina una repentino subidón de presión en sus globos oculares y sonríe distraido. Y me habla de sus noches en vela. Donde a la luz de una bombilla de 45w escribe poesía y relatos de felonías de personajes irreales en una noche transcendental. Escribe con boli en un viejo cuaderno de tapas marrones. Y jamás me ha dejado leerlo. Dice que es su recuerdo de ayer que le sirve para afrontar un día más. ¿Tus cartas de navegación? -pregunto-. "No, son solo balizas que impiden que me atasque en esta cuesta y sepa volver a la húmeda oscuridad de mi prisión". No entiendo que manía tiene la gente de atascarse en etapas ascéticas. No entiendo como pueden ser capaces de bajar la potencia de sus impulsos vitales. Si intenta dar pena no lo consigue, más bien se gana un hastío y unos centímetros de barra libre. La gente normal intuye a los tapados y prefiere no tener que dar cuentas ni saludar. Yo me enriquezco con todo esto. Y me sirve para pedir mi quinta cerveza justo en un día que había decidido no beber. El alcohol acompasado templa el ánimo y calienta el espiritu y uno se vuelve más voluble y comunicador. Pero no estoy dispuesto a que me roben las ideas (por estúpidas que sean) y callo, bostezo y miro de reojo un partido de segunda división que monopoliza la estancia. Es cuando escribo mentalmente. Pago, invito a la enésima e innecesaria cerveza a mi camarada y me despido. Llego a casa con un borbotón insultante de ideas, tramas, nombres y prohombres. Le quito la funda a mi vieja olivetti, pongo un folio y justo cuando empieza el concierto de teclas, la luz de esa ventana vuelve a lucir soez. Enciendo un cigarrillo y musito al compás de la música de un anuncio que brama en franca distorsión por el patio.