viernes, mayo 27, 2005

Riñoneras

Llevo una temporada de anónimo observador del mundo cercano. Las c iudades son como cebollas. Con sus capas y estratos socioculturales. Del centro o corazón, que no por ello tiene que ser mejor, a los extrarradios y los lugares donde la ciudad empieza a mutar de nombre. Y me quedo con los perímetros. Con las zonas más alejadas del centro administrativo y pseudocultural de la ciudad. De hecho, lo que hoy es periferia, antaño fue una villa con su propia historia, sus propios nobles y gente pudiente y como no, con sus propios villanos y gente de mal vivir.
Y precisamente hoy paseaba por el casco viejo de mi barrio. Con su ermita, sus edificios civiles con siglos de historia y sus bares. Debo dejar claro que estos remansos de licor y conversacaiones subidas de tono nada tienen que ver con las antiguas abacerías, casas de vinos, mesones y posadas. Pero un detalle ha activado un nuevo impulso en el hipotálamo que me ha hecho hacer parada (y no fonda) en uno de los establecimientos que ahora conocemos como bares. Con una alegría hipérbolica hago mi aparición en la estancia. Es la sagrada hora del vermú. La gente musita y murmulla al compás de los demasiado venerados martinis. Y veo un hueco en la barra con taburete incluido. Justo enfrente de la vitrina donde mora una orgullosa ensaladilla rusa. Y llamo al camarero y quizás su camino y pensamientos coincidieron en el mismo espacio de tiempo que el mio. En ese justo momento de tiempo mi mirada, mi ser y mi poca efervescencia casual desviaron la energía óptica hacia un extraño pero conocido complemento. ¡La riñonera! Y de repente mi pequeño universo visual se comenzó a llenar de este conocido cachivache.
Existen de todo tipo. Los materiales abarcan desde la tela a la piel curtida o repujada. Las hay sencillas de un solo departamento o complejas, con múltiples cremalleras, bolsillos y recovecos auxiliares. Existen las sobrias de un color sufrido y uniforme y las espectaculares, de tonos chillones apropiadas para ser encontrados cuando uno sufre una desorientación en la nieve. Podría escribir meses sobre los diferentes tipos de riñoneras pero el denominador común es el de ser un artilugio de dudoso gusto, capaz de estropear la mejor cita del mundo y la de levantar corrillos en una reunión social.
Los profesionales se excusan en lo práctico, seguro y cómodo que es llevar documentos, monedas, billetes y diversas inmundicias varias alojadas en una sola unidad. Se puede entender pero no justificar el uso indiscrimando por diferentes profesionales que hacen de la riñonera su principal seña de identidad. Pero con el tiempo, el complemento citado, empezó a ser utillaje obligado en buena parte de la sociedad al uso. Guaperas de sonrisa profident y caro bronceado. Garrulos de barrio y chándal de mercadillo. Jubilados en su continuo peregrinaje en busca de la mejor oferta. Niñatos con caras deportivas y raro peinado a lo marine. Todos ellos se sienten representados y protegidos por tal accesorio. Pero es difícil mantener una conversación seria con un individuo que hurga constantemente en las entrañas de su riñonera en busca de un dudoso botín. Al menos es mi parecer, incluso cuando mi tertuliano se identifique como académico.
La riñonera forma parte por excelencia del paisaje estival. Chancletas, bermudas y camiseta de motivos playeros. Antaño el surf, ahora apuesto que serán las camisetas de Fernando Alonso. A la gente que conozco y con la que creo que gozo de cierta confianza, les reprocho públicamente el uso y abuso del citado complemento. Y todos se excusan: las llaves de casa, las del coche, la del garaje, la carátula del radioCD, los tres paquetes de tabaco, la cartera, el paquete de pañuelos de papel, ¿un bolígrafo?, un cortauñas, la carterita de las quinielas y la primitiva, un abrebotellas, etc. Pero, vamos a ver. ¡Si hemos quedado en el bar de debajo de tu casa! ¿Es preciso tanto utillaje y cacharrería?
Debo creer y suponer que las riñoneras forman parte ya de nuestro paisaje urbano. Se suceden las generaciones y la impronta se reproduce en diferentes espacios sin respetar clases sociales ni estados mentales. Lo respeto y hago un guiño simpático a sus usuarios.

martes, mayo 17, 2005

Patios de Luces, volúmen 1

Prisionero de un infortunio. Metal con ruedas e impacto cinético versus articulación cartilaginosa. Desde esta prisión de 50 metros observo el patio y me siento un impostor mancillando el recuerdo de James Stewart y su objetivo. Pero en este patio no ocurre nada especial. O al menos me lo parece. Los patios interiores o de luces pueden llegar a ser el termométro sociocultural de una comunidad.
De entrada los tendederos. Muestran al viento estático del patio sus colores. Camisetas de Ecuador, una del Barça, un par de Brasil falsas, por supuesto. Y esas bolsas de caprabo haciendo de inútil disuasor de palomas. Las mismas que con sus falaces excrementos dibujan horrendas siluetas en las desconchadas paredes. Las mismas que se cobijan en los huecos de las ventanas conformando esa horrible banda sonora de arullos y bufos insoportables. Las mismas que deambulan enfermas y cargadas de parásitos por cuerdas y salientes.
Y a veces veo un gato. Desde la altura de mi piso se ofrece enorme, gordo y perezoso. Dormita y vaguea a intervalos simétricos. Yo le llamo Paco y a veces le lanzo un trozo de salchichón que holisquea durante segundos y engulle en céntesimas, antes el acoso de las huestes con alas que se cierne s0bre el inesperado botín. Y se queda inerte y su mirada penetra el espacio en busca de una nueva vianda que caiga del cielo. Inesperada, pero bien recibida. Y en todo caso, nunca agradecida. Supongo que con su sola presencia me premia entre el hastío del patio.
La banda sonora del patio muta en consonancia del tiempo. Por la mañana, en esta extraña caja de resonancia, truenan los ecos de informativos matutinos y a posteriori de cacareos del corazón. Y como cada sonido tiene una fragancia, a esta hora toca el olor a café torrefacto y a tostadas. Y los sonidos mutan con la gira diaria del sol. Este apunta alta y comienzan de nuevo los ecos de noticias y anuncios, anuncios y noticias y comienzan los efluvios de coliflor por el patio. Si el pachuli es el olor de una generación, el humeo vaporoso de la coliflor hirviendo forma parte de la de muchas. Signo de la casa que personalmente odio, veto y detesto. Pero lo mismo que no podemos corregir el olor a sobaquera del tipo que invade nuestro metro cuadrado en el metro, lo mismo digo del vapor infecto que recorre el patio e invade mi hogar. Y llega la tarde, las primeras ventanas se iluminan y el trasiego humano se acentúa y el voyerismo adquiere mayor interés e intensidad. Un tipo barrigón que plancha o al menos lo intenta. Una jovencita teclea mórbida y lee aburrida la pantalla de su ibook. A veces levanta la vista y mira hacia mi ubicación. Yo escrudiño su interiorismo de ikea con mis prismáticos Tronic y me embeleso con su aburrido minuto de gloria. No merece más pues no descubro una lenceria interesante. Vaya no intuyo nada bajo una camiseta XXXL de Voll-Damm. Poca cosa más a destacar. Y por fin llega la noche. Los Suaves decían que la noceh se mueve y por desgracia el espejo cortinaje de decenas de ventanas comienzan a cerrarse. El sonido de persianas violentamente bajadas siegan como sutil estilete mis pretensiones. Sigo esperando el carracho de visión nocturna (marca ACME) que pedí haces unos días. Pero creo que el voyerismo forzado y no casual, entierra buena parte del factor sorpresa. Eso de abrir la ventana, recien levantado y legañoso y ver a la vecina de enfrente en tanguita recogiendo la ropa del tendedero apremiada por la prisa y el reloj. Seguiré estudiando el patio. Buscaré nuevas muestras y motivos, pero siempre de una manera casual que es como la ciencia regala a los pacientes. Continuará....

viernes, mayo 13, 2005

Sueños

Bueno. Empieza la tarde y despierto. Empiezo hoy? No luego. Antes tengo que intoxicarme con algún aderezo mediático. Volveré.