martes, julio 24, 2007

Hoy he vuelto al barrio…

Han pasado unos años desde mi cambio de ubicación espacial en coordenadas equidistantes. Fue una toma de decisión fácil fuertemente sustentada en la ilusión por el estudio interior y la contemplación de fenómenos paranormales. En fin, todo tiene su ciclo y en diversas circunstancias es necesaria una mutación de estados y ánimos. Y en los primeros días se producen reajustes de biorritmos fuertemente sustentados por el descubrimiento de nuevas sensaciones y la reverberación de sentimientos encontrados. El silencio es el primer paso a la aventura y la familiarización con los tonos periféricos acompañan magistralmente a la nueva singladura.

Es inevitable liberar anclas del pasado y reiniciar usos y costumbres. Cambian los bares de cabecera, los saludos, las idas y venidas… Las rutinas, poses, dejes y estares en los diferentes mentideros de las esquinas. Se echan de menos colmados, tenderos y quiosqueros. Todo cambia en forma y esencia, pero no en funcionalidad previamente requerida. Es un nuevo viaje y asentamiento quizás temporal en el que las viejas imágenes de la retina se tienen que metamorfosear a los nuevos colores y olores.

Suele ser propicio e indicado hacer un recorrido no demasiado exhaustivo por los cuatro puntos cardinales del asentamiento, trazando un perímetro delimitado por establecimientos que nos otorguen servicios de primera necesidad: un bar, un estanco, una administración de loterías, una licorería, una ferretería, quiosco o librería y quizás un supermercado o colmado. Las piedras angulares de la correcta provisión deben ser muy tenidos en cuenta y memorizados a fuego en lo más hondo del cerebelo para actuar con prontitud en caso de necesidad. Una vez efectuado este necesario ritual es menester delimitar la segunda línea de necesidad: un videoclub, una panadería, una farmacia, una tienda de congelados, una mercería, una peluquería y hasta incluso una tienda de frutas para los más audaces. Aunque no existe una norma básica al respecto y luego sobre la marcha podremos establecer los límites y verificar la verdadera prioridad de los perímetros.

Pasan los meses y tras los devaneos cortocircuitados por el barrio finalmente la impronta del nuevo asentamiento se acaba impregnando cual mosaicos en nuestros espíritus. Nos amoldamos a los nuevos movimientos irreverentes del conglomerado humano y del hormigón y puede que alguna vez, apurando una copa en uno de los bares predefinidos del primer perímetro nos acordemos de nuestro asentamiento de origen, de donde uno procede y donde realmente se curtió a base de tertulias impagables y rondas infinitas de ruegos, deseos y preguntas. Y surge la nostalgia tal cual. Sin llamadas a cobro revertido ni paso por peajes mundanales. Y es cuando el regreso temporal en forma de incursión nada definida nos transporta mecánicamente a nuestro original asentamiento. El miedo nos invade y la congoja cimbrea en escuálidas taquicardias. La frontera se abre a nuestro paso y comienzan a tejerse de nuevo en la retina edificios y consorcios familiares. Descubres de nuevo la línea del horizonte sobre la vieja fábrica abandonada y echas de menos el olor sulfuroso del ambiente ahora abocado al sector servicios. El viejo bar de comidas cerró y el cartel se deja caer herrumbroso en una clara pose de sumisión no totalmente aceptada. Y recuerdas aquellas veladas entre vasos de nocilla, ules y olor a cocido grasiento que empapaba el ambiente. El humo de tabaco negro se cimbreaba al compás de los oxidados ventiladores del techo y en el ambiente se respiraba un claro olor a victoria diaria. Los olvidados héroes del día que musitaban y tertuliaban entre vinos y orujos. Nada mejor que sumergirse anónimo en las sabias charlas de los veteranos del lugar que prorrogaban su estancia mirando de reojo un vaso medio vacío en espera de que la mesonera atendiera a la necesidad notoria de prologar su concurso en el magno evento. Toda esa gente premeditadamente vieja en experiencias y en sinsabores nada circunstanciales. La llegada de la noche marcaba el fin del reinado efímero de los ya denostados héroes que encaminaban sus almas hacia sus hogares. Ahora todo eso ha desaparecido, aunque queda parte de la esencia vital revoloteando entre turbulencias de aire y hojarasca. Los que concurrimos en ese momento, la sentimos y la reconocemos. Un soez espasmo cervical nos da fe de ello.

Los bares de diseño o modernos se han adueñado de la zona y tras visitar un par de ellos me cercioro de que ya no quedan héroes del día. Lo lamento profundamente y tras sacudir la cabeza para desechar estas malas vibraciones que vician mi alma bohemia me dirijo a uno de los últimos santuarios de autenticidad que quedan en la zona. Dejo discurrir mi holgada zancada paralela a la vía del tren y observo perplejo los viejos aljibes oxidados que reclaman todavía su espacio cual antiguos mitos de leyenda. El cosmopolitismo engulle a la tradición y la autenticidad. Tras unos minutos de caminata y tras cruzar alegremente las viejas viviendas de obreros ya en desuso alcanzo a divisar entre extraños comercios el viejo bar. Un halo de excitación invitaron a un cigarro y a una memorable pausa neuronal. Ante mi la vieja puerta acristalada y el inefable cartel de vermú Izaguirre. Otra pausa atesora mis movimientos y tras un leve y raquítico suspiro empujo firmemente la puerta. El sonido de la campanilla aulló dulcemente y la suelas de mis zapatos se mimetizaron en bronca armonía con el viejo y desgastado mosaico del suelo. Todo parecía seguir igual, cosa que me enardeció amablemente. La vieja barra de cobre, las mesas de mármol y las siempre eficientes neveras de madera con su compresor en su cima. Una señora casi anciana embutida en una bata de faena azul y blanca dejó su labor de ganchillo y me observó. Dejó pesadamente su obra y se dirigió con pasos almohadillados hacia detrás de la barra. Su recuerdo cayó pesadamente en mi memoria y adiviné con cierto jolgorio que Pepita seguía viva. No estimé su edad pues lustros atrás ya era anciana y ahora lo era pero de otra manera. Pedí un botellín y descubrí con cierto jolgorio interior que seguían morando en las eficientes neveras de madera. Apuré el primer trago en un sorbo lento e intenso. La temperatura de servicio era idónea y lo festejé encendiendo otro cigarro. Comprobé a su vez, con hilarante torrente interior que los viejos ceniceros de cinzano seguían poblando la barra y las mesas. Otro triunfo de la autenticidad vital en otro momento dado. La concatenación de emociones me hilvanó en una sosegada sensación de paz para nada interior. Viré sobre mi posición original y oteé la estancia en busca de supervivientes a los mordaces tiempos. Un jubilado releía un viejo diario apurando su vaso de clarete y una extraña mujer con toscas vestimentas negras se encendía un cigarrillo tras otro mientras jugueteaba distraída con una copa huérfana de licor. En otra mesa un par de jóvenes parecían competir en silencio con los apuntes del instituto o quizás de la universidad. Fueron momentos de clara lucidez emocional. Los fantasmas del pasado pululaban a sus anchas sin cadenas por la estancia y eso me otorgó un nivel superior de crecimiento personal. Abandoné el lugar y recorrí mis propios pasos mientras huía sin rencores de un certero aplastamiento temporal. Dudé en identificarme y de reconocer a la vieja mesonera y entre aspamientos internos aceleré mi carrera sin mirar atrás. Me creía fuerte y no estaba preparado para la inmersión en esa cúpula atemporal. Debo mutar miedos y deseos a frentes más definidos, sin temor al escalabro y a la descomposición de la memoria. Sabía en mi interior que algo irreal había sucedido en un momento quizás dado y los fuelles del destiempo habían insuflado cierto pavo en mi alma. Me sentí necio de nuevo y aceleré aún más el paso en busca de la frontera de lo antiguo y lo nuevo. La visión de los bares de diseño insuflaron cierta calma distraída en mi subconsciente y por fin pude fumar relajado. Algo malo había hecho y mi propósito mientras me deslizaba a mi actual asentamiento era seccionar y analizar los hechos. El aura cosmopolita se fue canalizando con más fuerza y avisté la esquina que se adentra en la barriada de transición. Al fin pude deshacerme en parte de esa especie de peste negra que azuzó mis sentidos y que me infravaloró subyacente ante mi otro yo.

La vuelta al barrio había sido un fracaso temporal y ya ubicado en mis actuales coordenadas, las que a priori son las más seguras quizás por ser conocidas, dilucidé mi otro yo apurando otra ginebra seca que al fin pudo atemperar los espasmos del pasado. En mi asentamiento me sentía fuerte de nuevo pero el recuerdo visual de momentos anteriores azuzaban constantemente mi intento de regreso al pasado. El detonante temático para una nueva saga de introspección está servido. Comienzo de nuevo el viaje aunque ahora tejiendo virtualmente el punto de inicio, la zona de contacto y el posible túnel de regreso quizás a través de los viejos colectores de la memoria.