Relaciones rosca chapa
Hace un pedazo de rato que he regresado de un viaje iniciático por sendas muy alejadas de latitudes y longitudes al uso. No, no es que haya recuperado mi viejo Land Rover y me haya lanzado a recorrer veredas, caminos y pastos libres de cables de alta tensión. La inmersión cibernética me había cortocircuitado parte de las pocas neuronas activas y el lado sano de mi cabeza instó al resto de mi ser a regresar a las viejas conciliaciones que otorgan las lecturas sosegadas apartados de la red. Ha sido un viaje corto, conciliador y sumamente reparador. He vuelto más fuerte, igual de feo y consciente de los peligros de la segregación cibernética. Revisité algunos clásicos, visité algunos no tanto y mi sentimiento de creación vanal me llena en espasmos que esta vez no son catódicos.
Regresé al corazón de la ciudad. Busqué estigmas que me delataran como intruso y medité tomando cañas junto a los muros de Santa María del Mar. Hice bagaje de la realidad social y me lamenté de la pérdida de identidad de las urbes. Ese mal llamado invento de ser 'cosmopolita' no me atrae nada y decido huir de nuevo hacía las periferias donde aún quedan bastiones de humildad, autenticidad y cañas con tapa. Y me encierro entre paredes invisibles de vegetacíón nada autóctona y me lamento cuando veo que mi colmado favorito ha cerrado y más aún cuando descubro que en mi ferretería favorita se cuelga el cartel de traspaso. ¿Que habré hecho yo? No existe peor tortura en vida, que tus rincones favoritos sean atrapados y engullidos por una mal llamada globalización.
Aún recuerdo mi primera visita a la ferretería. Entré compulgido y aplastado por una enorme sensación de respeto y admiración. Al abrir la puerta, una campanilla tintineó perezosa y un hombre salío del interior. Llevaba una gastada bata azul y el bolsillo de esta se henchía por el volumen de tantos bolígrafos, lápices y aperos. Bajo la bata, el hombre vestía camisa y corbata con un nudo de esos que sólo se pueden hacer en menos de un minuto. La silueta del ferretero se trenzaba armoniosas con esa rara sensación de penumbra. Odio las mal llamadas ferreterías modernas con exceso de iluminación. Y lo primero que me impresionó aparte de ese olor, mezcla de herrumbre y de tabaco, fue el centenario mostrador en el que miles de heridas de guerra borboteaban orgullosas a lo ancho y largo del sobre de madera. Desde ese día inicié una relación empática con el ferretero del que nunca llegué a saber su nombre. Admiraba a ese hombre. Quería ser como el. Tener mi bata azul y saberme de memoria medidas, pasos y roscas. Ese instante de duda cuando alguien le preguntaba por algo se mutaba en segundos en un torrente de sabiduría en forma de consejos impagables. Todo lo imaginable moraba entre esas cuatro paredes. Era una verdadera isla del tesoro. Aún sueño con eso y maldigo en voz muy alta el momento en que el ferretero se jubiló. Llegaron los nuevos tiempos y los estuchados de fábrica apartaron vilmente al herraje a granel.
Todas esas cosas que marcaron un pasado y presente más o menos feliz, se desploman inexorables sin nadie que repare en su ausencia. Desde aqui, quiero hacer un homenaje a todos los ferreteros del mundo que tantas horas de gloria nos han dado. De su sabiduría popular y de su capacidad de solucionar problemas.
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