miércoles, octubre 12, 2005

Encuentros en la tercera base

Hay días en que uno usurpa la presunta felicidad de una protagonista de anuncio de compresas. Las nubes me huelen, pero a fosfatos y nitratos en diferentes proporciones. Sobrevuela sobre mi aura un ave, pero no se trata de un poderoso halcón ni un majestuoso alcotán. Más bien una paloma raquítica que desprende a cada aleteo vida y salud que se le desparrama a doquier.

Y como ayer fui bueno y me fui a dormir a horas estándares al uso y sin carga etílica destacable, me he levantado ciertamente aturdido y mareado. Cosa que no pueda remediar otro buen café negro muy cargado, y porque no, el primer innecesario cigarrillo. La cafeína y la nicotina se sintetizan a doquier y me otorgan el primer estatus de confianza en lo que va de día. Y como no. Me preparo subestimado a mi comienzo de singladura en esta jornada festiva. Y oteo el patio desde mi ventana, igual que como si me hallara en el puente de mando de un imaginario bergantín que corta el mar y si vuela. Y el patio dormita. Y no es necesariamente pronto. Pero es festivo y la gente estira sus horas de sueño o simplemente de vagueo informal. No hace un día nada feo y para nada bonito. Es de aquellos días de zozobra que permite a uno hendirse en el sofá sin ningún tipo de carga o peso de conciencia.

En primera instancia los olores son sumamente diferentes. Hoy es festivo y la gente cambia sus vegetales anodinos por manjares más delicados o al menos elaborados. A esta hora distingo perfectamente tres tipos diferentes de aromas, que aún sin juntarse, forma un pliego etéreo interesante. Del lado norte me viene un olorcete a sofrito de paella. Ese manjar socorrido y auxiliar que saca a las abuelas o a las madres que están a punto de serlas. Del litoral me llega algo así como un conglomerado de chilindrón que presumiblemente bañará un pollo o ave, que más bien será de criadero que de corral. Bien, bien. Llevamos dos de dos en olores. Todos conocidos, afables e inefables. En ese orden. Pero, pero. Tenemos algo que llega desde el sector oriental. Es fuerte, con personalidad y solidez de columna corintia. Es especie, pero desconocida y no interactúa con sintonía con mi registro de olores conocidos o conocibles. Está bien esa amalgama. Creo que me debo una cerveza por mi recóndito subidón de información.

¿De lata o de botellín? Creo que el cristal se atempera mejor por la mañana. Las latas son más propicias para veladas vespertinas en que el nutrido grupo de amigos gorrones se atrincheran en tu casa. La cerveza se desplaza gravitatoria mente a través de mi esófago y recala mansamente en la primera porción estomacal. Ese mini subidón principal. Se achispan los sentidos y la retina se expande y contrae como por arte de magia. Creo que ha sido una buena elección y por ello me dedico otro innecesario cigarro. Este pensamiento inédito me recuerda un paisano con el que comparto espacio y palabrería en el estanco del barrio. Tiene noventa y muchos años y sigue fumando y no como un carretero (tengo que dedicar un día a investigar el porque los carreteros tienen esa fama como fumadores) Coincido a veces con el en un bareto donde se toma sus claretes y divaga e intenta pellizcar mentalmente a la cocinera. Es un gran tipo y sus clases de historia costumbrista me halagan y me enriquecen a espasmos rítmicos como los del gran ventilador del techo. Me dice que algún día quiere dejar de fumar, pero claro le surge la duda de que a esa edad, no sabe cuanta cuerda le puede quedar y entonces es tontería dejar algo que le gusta por intentar arañar segundos a un reloj que funciona. Aunque sabe que cierto día se parará. Espero que cándidamente mientras sueñe con su Sofía Loren.

Y es en esta tercera base donde mis operaciones, pensamiento y flujos mentales se despiertan y reavivan como brasa acariciadas por el Cierzo. Es un bar de planta cuadrada y clásica, situado en una esquina y lo suficientemente acristalado como para tener una visión panorámica correcta y al mismo tiempo el anonimato que los tajarines de diario necesitan. Y lo mejor, la barra, situada dentro del perímetro del bar, perfectamente alineada con la línea interior de acción de los camareros. Puedes hablar con el compañero de al lado y con el de enfrente sin tener luego traumas cervicales que lamentar. En este santo espacio agoto momentos y reactivo viejas pasiones que se renuevan con ánimo adolescente. Me gusta este sitio y lo enclavo, en el plano que tengo en mi cuarto de operaciones, con una chincheta roja muy grande. Es un riesgo, si un día por lo que fuera me convirtiera en disidente o en poder peligroso, sería rápidamente localizable. Pero ataño el riesgo y pido otra caña. Aunque eso no es posible por ahora ni ahora. Me he dejado llevar por efluvios mentales y sigo contemplando los olores y visionando el lento tejer de la jornada en el patio. Supongo que una vida ajena a las ausencias es torpe y voluble. Una conexión a masa es relativamente reparadora siempre que no se esté manejando maquinaria pesada. Me gusta retraerme en rincones cercanos y muy lejanos al mismo tiempo. Creo que mi tiempo de patio ya está hoy consumido y no porque lo diga el reloj. Simplemente el dictado de mi ego lo manda y punto. Creo que me afeitaré. Hay una chica que dice que estoy mejor con barba. Pero otra dice que no. ¿A cual hago caso? Finalmente haré caso al espejo que con un guiño mediático me dirá lo que tengo que hacer. Lo mejor de afeitarse es luego cuando te pones la loción. Pero también me la podría poner sin tener que haberme afeitado, pero no es lo mismo porque no escuece. Hay algo de masoquismo en este acto, no lo dudo. O quizás sea el olor a ginebra barata y adulterada lo que hace que uno quiera embadurnarse de la loción. ¿Habrá una conexión entre el afeitado y el alcoholismo inofensivo? Tengo que estudiarlo también. Con tanta divagación casual y dudas propias de Spiderman, creo que lo decidiré en otro momento de mejor cauce mental. Si, lo haré mientras me dirijo a mi tercera base. ¿Lata o botellín?