domingo, mayo 07, 2006

Sesiones post meridian

Hoy ha sido un gran día. O al menos eso me parece pues no he hecho gran cosa y ningún sentimiento de culpabilidad lo atestigua. Ayer volví a ser bueno y bebí lo justo, ni mucho ni poco. Encontré mi casa sin grandes divagaciones y me desperté con las primeras luces del alba sin echar de menos la ingesta de paracetamol. Desayuné vagamente y tras la ducha de rigor decidí darme una vuelta por los barrios fronterizos en busca santuarios perdidos. Quizás sea mi día y una chica simpática me sonría y piense un segundo en mi. Encaminé mis pasos hacía poniente y tras sortear unas cuantas calles con obras, decidí abandonar las arterias principales para sumergirme en los ramilletes de calles estrechas y laberínticas. Al girar cierta esquina, me dí de bruces con un establecimiento llamado 'Casa Luís'. Sin pensarlo demasiado decidí honrar al bueno de Luís con mi presencia y dedicarme una caña. Observé a la parroquia y nada especial llamó mi atención o al menos mis genes curiosos no se enteraron. Y como en este tipo de historias no puede faltar una chica y si puede ser inalcanzable mejor, pues aquí apareció ella. Ni alta ni baja, muy informal, fresca como una lechuga y poseedora de unos grandes ojos oscuros que fueron lo que en realidad me hicieron palpitar. De inmediato el gen seductor mutó mi rol de observador imparcial del mundo a parecer un ser interesante, introspectivo y con gran seguridad interior. Pidió un café y se encendió un cigarro con cierta gracia. Bueno, fue entonces cuando me enamoré por primera vez en ese día. Empezamos bien la jornada. Antes de la hora de comer ya suspiro por ella. Pedí otra caña para atemperar ánimos y acelerar las neuronas pasivas. Ella me miró y pareció sonreír. Yo miré y regresé a una provocada interesante lectura de un periódico con varios días o meses de antiguedad. Si tengo que decir la verdad ni leía. Cuando incorporé mi visión panorámica, ella había desaparecido. Quedó el olor de su tabaco y una colilla desprovista de carmín en el cenicero. Muy buena señal.

Tras abonar la cuenta decidí visitar algunas librerías en busca del libro perfecto que una vez más no tuve suerte de encontrar. En esto se hizo la hora de comer y un amigo de un conocido me había hablado de un sitio en que la relación calidad/precio/cantidad era estupenda y como quedaba cerca, también decidí honrarles con mi presencia. En lo que dura un cigarro me planté en el lugar y un atisbo de decepción horadó en un principio todo mi ser. Esperaba encontrarme la típica fonda con mesas con manteles de hule, platos de cristal rayados y una señora con la bata surcada con lamparones sirviendo manjares de cuchara. Nada más lejos. Un espacio abierto, con pequeñas mesas asépticas individuales y camareros guapos, estilizados y con unos impecables delantales. Pero lo que diga un amigo de un conocido no puede ser malo y decidí darles una oportunidad. Una chica muy guapa me hizo esperar y tras unos segundos de duda existencial me llamó y me acomodó en una mesa. Sin mantel, sin cubiertos, sin platos de cristal rayados. En ese tiempo me dediqué a observar y robar historias de los tertulianos que hablaban a mi lado. Estaban o al menos intentaban, diseccionar una peli que habían visto el día anterior. Fue entonces cuando una camarera, aún más guapa que la anterior, vistió la mesa. La cubrió con un fino mantel individual, servilleta de papel, cubiertos del ikea y un vaso de esos de chiquiteo que tan de moda se han puesto ahora. Comprendí que me hayaba en uno de los templos de la modernidad alegre e intelectual de la ciudad. Esas gentes, esas miradas, esas conversaciones. Reparé unos instantes y cuando había decidido irme apareció de nuevo la camarera (la más guapa) y me trajo la carta. Precios modernos para platos modernos. Poca variedad y nombres largos y complejos.

Tras apurar una insulsa ensalada, un insulso plato de pasta y varios vasos de vino tinto (no hubo manera en que me dejaran la botella en la mesa) recurrí al socorrido carajillo. Ella (la camarera guapa) me observó con recelo cuando recité de memoria 'un carajillo de coñac'. Parpadeó y tomó nota aunque creo que hizo una pausa por si quería volver a pensarme mi elección. Mi mirada aguda y sostenida la hizo desistir. Que momento! Ya nada es como antes. Instantes depues me hayaba apurando el sagrado néctar cuando reparé en que una chica, no tan guapa, me miraba. Fui consciente del momento y reparé en segundos en que era la chica de los ojos grandes o al menos se le parecía y si no lo era, que más da. No me habia dado cuenta de su ubicación justo a mi siniestra a muy pocos metros. Observé los restos de su pitanza y comprobé con cierto gozo y júbilo interior, en que ella se encontraba en la fase obligatoria de carajillo y tabaco. Esa empatía tangencial nos unió y comenzamos a charlar. Cada uno en su sitio. Me había prometido a mi mismo no enamorme ese día y hasta el momento no lo había conseguido. Tras enlazar unas coletillas ocurrentes sobre temas de actualidad nos vimos compartiendo espacio y tiempo mientras apurabamos nuestro segundo orujo de hierbas. Me dijo de ir al cine, a la primera sesión a ver una peli armenia en versión original. Dudé unos fragmentos de segundo pues yo esa tarde tenía sesión de cervezas y play station con unos amigos de los de verdad. Se lo dije y ella incrédula se fascinó y me dijo de venir. No sé, le dije. Somos una sociedad secreta, hermética y recelosos de admitir nuevos miembros. Ella sonrió abiertamente y su sonrisa se volvió en risa que a su vez se convirtio en tos aderezada con el humo de su tabaco. Eso me convenció y acabamos en el cine. Mis amigos de la sociedad siguen sin hablarme pero yo al menos vi por primera vez una peli armenia en V.O. Más que verla, entre los efluvios etílicos la soñé. Entre ecos y sonidos dispares de una sala vacía. Lo que pasó después? Que les voy a contar. Nada. Tenemos que ser conscientes y separar los momentos de placer con los momentos de conocimiento y relación perimetral. Intercambiamos teléfonos, nos despedimos con dos sonoros besos y nos emplazamos para futuros eventos. Le prometí (mentí) llevarla a una exposición de un conocido de un amigo que hace tallas en madera de castaño.

sábado, mayo 06, 2006

Relaciones rosca chapa

Hace un pedazo de rato que he regresado de un viaje iniciático por sendas muy alejadas de latitudes y longitudes al uso. No, no es que haya recuperado mi viejo Land Rover y me haya lanzado a recorrer veredas, caminos y pastos libres de cables de alta tensión. La inmersión cibernética me había cortocircuitado parte de las pocas neuronas activas y el lado sano de mi cabeza instó al resto de mi ser a regresar a las viejas conciliaciones que otorgan las lecturas sosegadas apartados de la red. Ha sido un viaje corto, conciliador y sumamente reparador. He vuelto más fuerte, igual de feo y consciente de los peligros de la segregación cibernética. Revisité algunos clásicos, visité algunos no tanto y mi sentimiento de creación vanal me llena en espasmos que esta vez no son catódicos.

Regresé al corazón de la ciudad. Busqué estigmas que me delataran como intruso y medité tomando cañas junto a los muros de Santa María del Mar. Hice bagaje de la realidad social y me lamenté de la pérdida de identidad de las urbes. Ese mal llamado invento de ser 'cosmopolita' no me atrae nada y decido huir de nuevo hacía las periferias donde aún quedan bastiones de humildad, autenticidad y cañas con tapa. Y me encierro entre paredes invisibles de vegetacíón nada autóctona y me lamento cuando veo que mi colmado favorito ha cerrado y más aún cuando descubro que en mi ferretería favorita se cuelga el cartel de traspaso. ¿Que habré hecho yo? No existe peor tortura en vida, que tus rincones favoritos sean atrapados y engullidos por una mal llamada globalización.

Aún recuerdo mi primera visita a la ferretería. Entré compulgido y aplastado por una enorme sensación de respeto y admiración. Al abrir la puerta, una campanilla tintineó perezosa y un hombre salío del interior. Llevaba una gastada bata azul y el bolsillo de esta se henchía por el volumen de tantos bolígrafos, lápices y aperos. Bajo la bata, el hombre vestía camisa y corbata con un nudo de esos que sólo se pueden hacer en menos de un minuto. La silueta del ferretero se trenzaba armoniosas con esa rara sensación de penumbra. Odio las mal llamadas ferreterías modernas con exceso de iluminación. Y lo primero que me impresionó aparte de ese olor, mezcla de herrumbre y de tabaco, fue el centenario mostrador en el que miles de heridas de guerra borboteaban orgullosas a lo ancho y largo del sobre de madera. Desde ese día inicié una relación empática con el ferretero del que nunca llegué a saber su nombre. Admiraba a ese hombre. Quería ser como el. Tener mi bata azul y saberme de memoria medidas, pasos y roscas. Ese instante de duda cuando alguien le preguntaba por algo se mutaba en segundos en un torrente de sabiduría en forma de consejos impagables. Todo lo imaginable moraba entre esas cuatro paredes. Era una verdadera isla del tesoro. Aún sueño con eso y maldigo en voz muy alta el momento en que el ferretero se jubiló. Llegaron los nuevos tiempos y los estuchados de fábrica apartaron vilmente al herraje a granel.

Todas esas cosas que marcaron un pasado y presente más o menos feliz, se desploman inexorables sin nadie que repare en su ausencia. Desde aqui, quiero hacer un homenaje a todos los ferreteros del mundo que tantas horas de gloria nos han dado. De su sabiduría popular y de su capacidad de solucionar problemas.